A veces resulta complicado entender las situaciones, los cambios de perspectiva, las nuevas decisiones; y más aún cuando te das cuenta de que al final te has convertido precisamente en eso que odiabas: un animal de hábitos.

Ahora mismo no sé cómo sentirme, y estoy tan confundido que ni siquiera sé por qué escribo. Usualmente se trata de felicidad o de tristeza, una de ambas, nunca a la vez, y esta mezcla de emociones es tan repentino como la manera en la que todo parece haberse venido abajo.

Sería impulsivo de mi parte, de todos modos, intentar regresar mandándolo todo a la mierda. Ya no estoy para eso, no quiero eso, pero me gustaría entender mucho más rápido de lo que escribo.

Me gustaría no sentirme tan solo.

Pero estoy cayendo.


No soy lo suficientemente bueno.

Cada vez que el sonido chirriante de mi inseguridad hacía eco en mi cabeza,
me reconfortaba pensar en ello; siempre, todas las veces.

Y ahora que todo se había desmoronado frente a mí con un tono relajado y un
"no es para tanto", no sabía a qué aferrarme para evitar caer.

De todos los escenarios posibles que imaginé,
el único que no había previsto fue el que me enfrió el corazón.

Hielo, una capa fina de hielo.

Incluso después de intentar explicarle el por qué, ella parece no entender.

Sólo quería llegar a casa para hablar con ella más tiempo y se va.


Debería estar acostumbrado, nadie se queda.

Lo siento.
Lo siento.
Lo siento.

Estoy muy cansado, muy cansado.

Bueno, lo importante es que tengo salud.

—Yo antes de comer chocolate y que se me inflame todo.

—Y vamos por el medio año. Y me haces muy feliz.
— *VISTEADO*

Sus palabras sonaron a despedida.
No quiero que se vaya.

Salta.
Salta.
Salta.

Temo quedarme nuevamente al borde de la ventana,
y que nadie abra la puerta para salvarme.

Tengo tres rastros rojos cubriendo mi piel de abajo hacia arriba,
recordándome lo que soy y lo que siento.

A veces no quiero esto para ti,
la mayor parte del tiempo no quiero esto para nadie.

A veces sucede, que me tiemblan las manos y el corazón se me agita,
que se encoge mientras todo dentro de mí grita;
y nada cambia.

Aunque las voces no callen y continúen consumiéndome:

Cuando todo está mal, mi amor, tu voz es la mejor medicina.

Después de siete años, diciembre había empezado demasiado bonito para ser verdad.

Sí, yo sé. Había tardado mucho en volver a publicar sobre mi vida de porquería.

Todo está mal desde 2009.

Lo siento, es diez. Los diez sólo sé llorar.

Por un momento pensé en preguntarle si quería ir conmigo,
luego recordé lo deprimente que sería el día.

No me equivoqué.

A veces,
cuando todo me consume
y las voces no callan,
temo dormirme y morir
sin
    siquiera
                saberlo.

Ojalá esté bien.
Ojalá esté bien.
Ojalá esté bien.


Yo sólo espero no haberme roto una costilla.

No tengo idea de qué hacer exactamente, ¿sabes?
La disforia, el rechazo, la angustia, el miedo.

Realmente no sé cómo lo hacen,
cómo compañeres pueden continuar con sus días sin quebrarse,
sin romperse y llorar.

Yo, a veces simplemente no puedo.

Sé que podría perderme
—mil veces, tal vez—
en el camino que comprende
desde su pecho hacia su boca,
y de su boca hacia su centro.

Y aún con el miedo al silencio
recorriéndome las pupilas,
o el vacío constante que se acumula
en mi pecho,
no me arrepentiría de nada.

Por ella camino encantado.

Pero entonces llega ella y la cama parece tan cómoda,

y no hacer nada se transforma en la posibilidad de hacerlo todo.

Un coro acorde a tu respiración agitada,
a la danza de mis manos que se adentran
en ti
y te descubren humana,
impaciente,
serena,
completa.

Perderme mil veces en el proceso,
maldecir junto a tu boca,
recorrer cada tramo,
cada borde,
cada orilla mientras siseas
y te veo vaciarte en mí
sin llegar a escurrirte entre mis dedos.

Pupilas,
temblores,
susurros,
tus manos,
las mías.

Y mirarte
una,
dos,
tres veces sin que me notes,
mientras te muerdes el labio
y te conviertes en infinito.

Y yo me convierto en intérprete de tu silencio.

Y yo,

que me quedo suspendido en la distancia

—de nuestros cuerpos—,

no hago más que mirarla.

Empiezo a detallarla de a pocos,
a guardar un pedacito mental de lo que me ofrece,
y me descubro observándola de regreso
—como se suele ver aquello que le hace perder a uno hasta la cuenta—.

¿Cuántas veces voy ya anhelando sus labios?

Que no lo note.
Que no lo note.
Que no…
Que me bese.
Que me bese.
Que me bese.

Esto es lo curioso de tenerla conmigo,

de pasar tiempo con ella;

esto es lo curioso de quererla.

Puede alborotarlo todo y alborotarme tanto,

a tal punto,

que me preocupa mucho más perderla de vista,

perder su magia de vista
que detenerme a ordenarlo todo y ordenarme a mí.

No importa cuántas veces la mire,
no importa cuánta distancia me auto-imponga,
siempre consigue tener este efecto en mí,
siempre consigue causarme esto: nervios.

Me mira, y a pesar de la angustia que llevo siempre pegada a la espalda,
piensa que soy magia. Y me convierto en ello cuando está conmigo.

Yo no quería morirme por ti porque no me gusta morirme por nadie,

y si voy a morirme por alguien va a ser sólo por mí.

Y puede que sólo necesites ese mensaje que jamás enviaré.

Me pediste mil veces que me fuera,

más por tu bien que por el mío.

Y lo hice,

más por mi bien que por el tuyo.

Tres de la mañana.

Demasiado triste.

Demasiado solo.

Fragmentado.

Hecho pedazos.

Y lo suficientemente patético para

forzarse a sobrevivir con una frase.

Y me fui, pero en mitad de la noche tu ausencia me calaba tan
hondo y tan fuerte que no podía hacer más que admitir esa realidad
que intentaba esconder entre promesas falaces y sonrisas fingidas.

Necesito estar solo, despegarme de todo rastro,
arrancarme los recuerdos y volverme a construir
un poquito menos torpe y más valiente.

Estoy aterrado. Tan sencillo como eso.

Veo cómo las esperanzas se me funden mientras
me limito a respirar, sentado al borde de la cama.

No sé qué estoy haciendo.

Quiero a alguien que se quede, que permanezca
aún después de conocer la clase de persona que puedo llegar a ser.

Hasta pronto, mi amor-no-amor.
Nos vemos en el próximo corazón que me partas.
Y para suerte tuya
—o mi desdicha—,
aún me quedan unos cuantos que estoy dispuesto a perder siempre contigo.